Calisto "El Colombiano" fue enviado por sus jefes de Medellín a resolver un par de "negocios" a las Rías Gallegas. No tuvo suerte "El Colombiano" en estas húmedas tierras; los dos encargos le salieron mal. EL primero consistía en apretarle las clavijas a Moncho Falcón, que andaba un poco lento en el sacrosanto deber de rendir cuentas.
Cuando ya lo tenia acorralado se le escapó de entre las manos, e en la persecución se refugió en una galería comercial, precisamente en una floristería; no iba Calisto a montar un escándalo, “fierro” en mano, en el medio de los geranios, de los claveles, de las margaritas, de los clientes..., de todas formas intentó pillarlo y entró corriendo en el comercio, tirando cuatro macetas y destrozando varios ejemplares de ficus, que estaban en temporada. Fue echado de allí con cajas destempladas por la dependienta. ¡Nunca en su tierra una mujer le gritara! No lo permitiría. ¡Y mira tu!, se deja pisotear por una gallega que lo pone de nuevo en la calle, y sin pillar a Falcón. Flores “Melibea”, nunca se le olvidará el nombre de la tienda, ni la hermosa furia gallega. ¡Como son de macho las mulleres de las Rías!, pensó mientras caminaba de regreso al hotel. Y aquellos hermosos ojos enojados no se le desclavaban del pensamiento.
O segundo encargo era máis complicado, aún que podría resultar más tranquilo: recoger las dos maletas con los cien quilos, cincuenta en cada una para ser exactos, e llevarlos de vuelta a Medellín. Ya los tenía en el hotel, ya tenía el vuelo confirmado, en unas horas despegaría rumbo a casa. Y Calisto, mientras está haciendo el tiempo en la habitación del hotel, jugando una partida de cartas con los dos contactos en las Rías: Sempronio, el aprovechado y Pármeno, el fiel, les cuenta la aventura de la persecución.
No importa la huida de Falcón, ya lo pillarán en otro viaje, pero aquellos ojos... aquella mirada rabiosa, aquella energía limpia y transparente... Como quedan algunas horas para el despegue e ya están hartos de los naipes deciden, dada la hora, hacer una visita al local de Celestina a ver si tiene nuevo género. Celestina siempre tiene el mejor ganado de las Rías, y nada de colombianas, nativas de calidad, como mucho alguna portuguesa que siempre da un toque canalla. Celestina por complacer y por presumir y porque es verdad, le dice a Calisto que escoja a quien quiera de dentro o de fuera del local, que ella, Celestina, es capaz de poner a disposición de sus clientes el rubí más apreciado, incluso aunque esté en el frontal de la corona de un rey, que por algo aprendió su oficio poniéndose al servicio de los jeques árabes allá, en la Marbella. Y Calisto no lo duda y pronuncia el nombre, ese nombre que no fue capaz de borrar de su imaginación: 'Melibea". ¡No lo dijera! Ahí comenzó a tejerse la desgracia de Calisto, su fin.
Efectivamente, Celestina consiguió convencer a Melibea de que se citase con Calisto; efectivamente, entre los dos jóvenes prendió una pasión incontenible, devoradora, solo igualada en las historias antiguas; efectivamente, Calisto perdió el vuelo de regreso a Medellín y los cien quilos entre las manos de Celestina con la colaboración de Sempronio y Pármeno, que algo tuvieron que ver en el asunto; efectivamente, los lejanos jefes no podían permitir que tal asunto quedara sin castigo. Y un día, de regreso de la cita con Melibea y sin causa aparente, Calisto cayó de la Ponte Nova. Su destrozado cuerpo apareció casi irreconocible en el vial. Melibea no lo pudo superar. Los grandes amores, si terminan mal, son aun más grandes si cabe. Celestina pretendió quedarse con todo el beneficio de este singular negocio, pero no era su día: Sempronio y Pármeno dieron buena cuenta de ella.
Y así termina esta historia, para aviso de enamorados excesivos, alcahuetas desalmadas y malos amigos. Ya la ha contado de otro modo y en castellano antiguo el converso Fernando de Rojas, pero, como es sabido, las buenas historias se repiten siempre, nunca damos aprendido.